Razonamiento o excusa

Razonamiento o excusa

Cuántas veces nos encontramos al cabo del día dando explicaciones y elaborando razonamientos complejos sobre lo que teníamos que hacer y no hicimos, lo que debimos decir y no dijimos o lo que se esperaba de nosotros y no llegó a concretarse. Las justificaciones y razonamientos son habituales en nuestro discurso, tanto que ni siquiera nos damos cuenta de que lo hacemos hasta que escuchamos aquello de “no me pongas excusas”.

Una excusa es, por definición, un motivo o pretexto que se invoca para eludir una obligación o disculpar una omisión (RAE). Cuando no cumplimos los compromisos o aplazamos una acción, habitualmente, generamos cierto nivel de ansiedad, nuestro pensamiento nos lleva repetidamente al recuerdo de lo pendiente y nos vemos impelidos a eliminar la tensión y el malestar que esta situación nos genera ¿Qué hacemos, entonces? Buscar alguna justificación que nos permita recuperar el equilibrio psíquico perdido.

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Pensar mucho ¿lo mismo que pensar bien?

Pensar mucho ¿lo mismo que pensar bien?

Foto: Geralt. Pixabay

¿Pensar mucho es lo mismo que pensar bien?

La forma en la que pensamos sobre las cosas nos facilita una mejor definición de los problemas y una mejor búsqueda de alternativas. Se trata de cambiar el “pensar mucho” por el “pensar bien”, siendo bien la forma que nos permite conseguir nuestros objetivos, o lo que es lo mismo, la que nos permite ir desde dónde estamos hasta dónde queremos estar.

Habitualmente, tendemos a pensar de dos maneras: en círculo, lo que se manifiesta en expresiones como “yo le doy muchas vueltas a las cosas” o “no hago más que darle vueltas” o en túnel, queriendo ver un punto en la lejanía viendo negro todo lo demás: “no tengo otra opción” o “es que no soy capaz de ver otra salida”. Lo cierto es que tanto una forma de pensar como la otra son tremendamente limitadoras. La primera porque a lo que damos vueltas una y otra vez es al problema, no a las posibles soluciones, y la segunda porque ese efecto túnel nos impide ver cualquier otra posibilidad obcecados en no mirar en otras direcciones.

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La necesidad de controlarlo todo

La necesidad de controlarlo todo

La necesidad de ejercer control  es una característica bastante acentuada en muchas personas que conocemos. Algunas, incluso, se reconocen o se definen como controladoras y, curiosamente, son capaces de ejercer ese control sobre las cosas y sobre otras personas pero rara vez sobre sí mismas. Llevan a gala el que nada se les escape y el que los demás hagan las cosas a su manera, por otro lado, la única correcta.

El controlador sólo se siente seguro cuando las cosas suceden según lo planificado lo que, en realidad, sucede sólo en algunos ámbitos de su vida y sólo algunas veces, como en el plano laboral cuando la situación permite hacer previsiones sobre variables muy conocidas o en el personal cuando la mayoría de los que le rodean se ciñen a sus condiciones por no soportar sus reacciones ante la contrariedad. En el plano de las relaciones sociales, en general, el controlador no suele desenvolverse bien a pesar de las apariencias.

Las personas controladoras suelen ser, a la vez, muy inseguras. Su falta de flexibilidad y su incapacidad para reaccionar ante lo imprevisto les genera la necesidad de moverse sobre seguro y se obligan a mantener el control como una forma de eliminar la tensión que les produce la posibilidad de dejarse ir.

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¿Por qué nos quejamos en vez de actuar?

¿Por qué nos quejamos en vez de actuar?

A menudo, tenemos la sensación, y así lo expresamos, de que la vida de los demás es mucho más interesante que la nuestra. Parece que los otros salen más, viajan más o que su vida diaria está repleta de acontecimientos que nosotros nunca llegaremos a vivir. Lo cierto que es que para la mayoría de las personas el día a día consiste en repetir lo realizado el día anterior,  en un cúmulo de rutinas que configuran eso que llamamos la vida, que se ve sacudida de vez en cuando por un acontecimiento extraordinario, bueno o malo según la perspectiva de quien lo vive.

Lo cotidiano, por definición, es aquello que ocurre con frecuencia, lo habitual. La mayoría de nosotros nos levantamos más o menos a la misma hora porque las obligaciones nuestras o de los más cercanos nos lo imponen, realizamos casi las mismas acciones antes de salir de casa y una vez en la calle, salvo excepciones,  nos dirigimos al mismo sitio: el trabajo, el cole de los niños o volvemos al lugar de dónde hemos salido porque nuestra actividad está en casa.

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¿Cómo influyen las creencias en nuestra vida?

¿Cómo influyen las creencias en nuestra vida?

Las creencias, aquello que creemos firmemente y que forma parte de nuestro pensamiento habitual, son como farolillos que nos van guiando en nuestra vida. Creemos que ser  demasiado confiados puede ponernos en una posición vulnerable o que si somos amables recibiremos a cambio el mismo trato, que todas las personas van a lo suyo o que somos negados para las matemáticas. Generamos creencias acerca de cualquier aspecto de nuestro mundo, tanto si se refiere a las cosas como a las personas, incluidos nosotros mismos. Como eso es lo que pensamos, actuamos según esa manera de pensar.

Existen dos tipos de creencias, las que nos ayudan a crecer, a desarrollarnos y establecer buenas relaciones con nuestro entorno y las que nos producen el efecto contrario. Estas últimas, las creencias limitadoras, las que nos impiden hacer cosas o relacionarnos con cierto tipo de personas, nos privan de la posibilidad de adquirir conocimiento nuevo, de experimentar o de descubrir. Como sé que soy torpe no trato de mejorar mi ejecución porque ni siquiera me cuestiono tal creencia, la doy por buena y actúo como si eso fuera cierto. Cómo sé que todo el mundo te la acaba jugando ya no intento confiar en alguien porque mi creencia no cuestionada me impide experimentar por mí misma la posibilidad de poder fiarme de otro.

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La incapacidad para escuchar

La incapacidad para escuchar

Por lo general, cuando alguien demanda entrenamiento en habilidades de comunicación, tanto a nivel personal como empresarial, lo habitual es que esté pensando en sus limitaciones a la hora de emitir mensajes. No consigo hacerme entender, me gustaría explicarme mejor o ya no sé cómo decir las cosas, son frases que se repiten y que nos trasladan la preocupación por expresarse adecuadamente y ser bien interpretados. Lo raro es encontrar personas cuya queja respecto a sus limitaciones comunicativas manifieste su pesar por su incapacidad para escuchar a los otros.

Pocas veces nos damos cuenta, en cuanto a la comunicación se refiere, que esta no consiste únicamente en emitir mensajes, también en recibirlos, procesarlos y dar una respuesta al interlocutor. La capacidad para escuchar es tanto o más importante que la capacidad para hablar y expresar ideas. Lo que sucede a menudo es que nos preocupamos más porque los otros nos entiendan, porque nuestro mensaje llegue claro, que por entender nosotros y, mucho menos, por ayudar al otro a hacerse entender.

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¿Por qué nos frustramos?

¿Por qué nos frustramos?

Foto: Carmen Ariza

Si a cualquiera de nosotros le preguntan qué es lo que nos mueve a actuar, por lo general, tenderíamos a responder que son las cosas que pasan a nuestro alrededor las que condicionan nuestro comportamiento. Si nos paramos a pensar un poco, tal vez, la respuesta no sería la misma. Si yo estoy escribiendo esto a las 15.00 horas en mi despacho, es porque estoy esperando la llegada de un paquete con cartuchos para la impresora con los que espero poder imprimir unos documentos que, espero, sean satisfactorios para la persona a la que debo entregarlos. Esto, es el artículo que espero publicar el próximo lunes en este blog.

Si nos fijamos en esta pequeña secuencia de hechos nos daremos cuenta de que un elevado porcentaje de mi conducta actual se basa en expectativas, en lo que espero que pase más que en lo que está pasando. Espero que esta noche no haga tanto calor como la de ayer para poder dormir mejor y espero que la clase que tengo que dar mañana sea llevadera a pesar de los 30º. Si nos salimos de la pura cotidianeidad, más de lo mismo. Nos pasamos la vida esperando que las cosas sucedan y actuando en función de esa expectativa.

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