A menudo, tenemos la sensación, y así lo expresamos, de que la vida de los demás es mucho más interesante que la nuestra. Parece que los otros salen más, viajan más o que su vida diaria está repleta de acontecimientos que nosotros nunca llegaremos a vivir. Lo cierto que es que para la mayoría de las personas el día a día consiste en repetir lo realizado el día anterior,  en un cúmulo de rutinas que configuran eso que llamamos la vida, que se ve sacudida de vez en cuando por un acontecimiento extraordinario, bueno o malo según la perspectiva de quien lo vive.

Lo cotidiano, por definición, es aquello que ocurre con frecuencia, lo habitual. La mayoría de nosotros nos levantamos más o menos a la misma hora porque las obligaciones nuestras o de los más cercanos nos lo imponen, realizamos casi las mismas acciones antes de salir de casa y una vez en la calle, salvo excepciones,  nos dirigimos al mismo sitio: el trabajo, el cole de los niños o volvemos al lugar de dónde hemos salido porque nuestra actividad está en casa.

De vez en cuando, surge algo que nos saca de esa rutina, de esa cotidianeidad y recibimos una especie de sacudida que nos obliga a cambiar esos hábitos adquiridos, que nos exige reorganizar nuestro día y que, curiosamente, cuando empieza a prolongarse en el tiempo, nos hace echar de menos esa rutina en la que vivíamos antes.

Es casi una frase hecha esa que dice que los humanos somos animales de costumbres y lo cierto es que enseguida tendemos a repetir nuestras acciones y a instalarnos en la comodidad que supone la rutina. También es cierto que esto no es válido para todo el mundo y que mientras una gran mayoría de personas prefieren la inmovilidad y lo conocido, otras necesitan el cambio para vivir sin la sensación de ahogarse en lo cotidiano.

Esa tendencia tan general a instalarnos en la comodidad, aunque esta sea insatisfactoria, nos lleva en muchas ocasiones a instalarnos también en la queja continua, en la envidia de la vida del otro y en la sensación de incapacidad para modificar nada. La queja no lleva a la acción ni al cambio, sólo a ahondar más en el agujero en el que nos vamos hundiendo. Envidiamos al otro porque hace cosas que nosotros no hacemos pero no movemos un dedo para que las cosas cambien. La victimización y el no puedo nos convierten en seres pasivos y resignados. Buscamos excusas para seguir haciendo lo mismo en vez de buscar motivos para hacer cambios.

Hacer cambios supone asumir riesgos porque nunca podemos tener la certeza de que  lo que intentemos va a salir según lo previsto, también existe el de disgustar a algunos y el de tener que dejar la comodidad de la queja para pasar a la acción, y eso cuesta. La alternativa es seguir lamentándose y engañándose pensando que el otro tiene más suerte que yo o que su vida es más fácil y seguir buscando excusas para no moverse.

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