Las creencias, aquello que creemos firmemente y que forma parte de nuestro pensamiento habitual, son como farolillos que nos van guiando en nuestra vida. Creemos que ser demasiado confiados puede ponernos en una posición vulnerable o que si somos amables recibiremos a cambio el mismo trato, que todas las personas van a lo suyo o que somos negados para las matemáticas. Generamos creencias acerca de cualquier aspecto de nuestro mundo, tanto si se refiere a las cosas como a las personas, incluidos nosotros mismos. Como eso es lo que pensamos, actuamos según esa manera de pensar.
Existen dos tipos de creencias, las que nos ayudan a crecer, a desarrollarnos y establecer buenas relaciones con nuestro entorno y las que nos producen el efecto contrario. Estas últimas, las creencias limitadoras, las que nos impiden hacer cosas o relacionarnos con cierto tipo de personas, nos privan de la posibilidad de adquirir conocimiento nuevo, de experimentar o de descubrir. Como sé que soy torpe no trato de mejorar mi ejecución porque ni siquiera me cuestiono tal creencia, la doy por buena y actúo como si eso fuera cierto. Cómo sé que todo el mundo te la acaba jugando ya no intento confiar en alguien porque mi creencia no cuestionada me impide experimentar por mí misma la posibilidad de poder fiarme de otro.
Las creencias se van estableciendo a lo largo de los años. Las adquirimos a través de la familia, de los amigos, de la escuela o de los medios de comunicación. Crecemos con ellas y las alimentamos para que arraiguen con fuerza. Si un día, por alguna razón, nos paramos y empezamos a pensar cuál es su origen, o si en algún momento nos cuestionamos su razón de ser, puede que nos llevemos la gran sorpresa de ver que no hay nada que las sostenga, que incluso muchas de las cosas que nos han pasado en la vida las contradicen sin que nos hayamos dado cuenta de ello.
Las creencias que nos limitan tienden a ser generalizadoras, abarcan a todo el mundo, a toda la gente, a todas las cosas…, son blancas o negras, sin matices, son de extremos, sin niveles. Nos hacen pensar mal de nosotros mismos y de los otros, nos ponen trampas y caemos en ellas dándolas por buenas. Debemos aprender a cuestionarnos las creencias que nos limitan, a someterlas a evidencia y a constatar que realmente se sostienen y si no es así a hacernos conscientes de que podemos cambiarlas y , con ese cambio, a mejorar nuestra vida.