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En una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia.
Lawrence J. Peter

Desde que en 1969 Lawrence J. Peter formuló su archiconocido principio de incompetencia, al que tantas veces aludimos para referirnos a aquellos a quienes se promociona en el ámbito de las organizaciones y a los que les viene grande el puesto, han pasado varias décadas. En todo este tiempo, en las organizaciones laborales se han producido grandes cambios, lo que no parece haber sucedido con algunos aspectos de la naturaleza humana, ya que a pesar del gran volumen de información que manejamos y de la facilidad de acceso al conocimiento que tenemos, una y otra vez se siguen cometiendo los mismos errores.

Una persona cercana, a la que conozco desde hace tiempo y de la que tengo constancia de sus muchas aptitudes, acaba de ser despedida de su último empleo por un jefe, manifiestamente incompetente, que muy probablemente tiene, a su vez, otros jefes tan incompetentes como él ya que lo pusieron y lo siguen manteniendo en el puesto a pesar de su mala gestión. Manuel (nombre supuesto) tiene 54 años. Lleva trabajando desde los 14, cosa que hizo hasta hace un par de años cuando la empresa en la que llevaba más de 20, y de la que llegó a ser gerente, se vio obligada, asfixiada por los bancos, a hacer un ERE, a pesar de que trabajo había y con algo de liquidez podrían haber seguido funcionando. No fue así y Manuel, por primera vez en su vida, se encontró en la calle y sin trabajo.

Como no es hombre de cobrar prestaciones de desempleo y esperar a que caiga el maná, puso en marcha una pequeña empresa on line dónde tuvo que aprenderlo todo sobre ese nuevo mundo. Eso lleva su tiempo y los resultados se van viendo muy poco a poco. Como a su banco a la hora de cobrar la hipoteca eso le da igual,  siguió buscando trabajo con el fin de poder hacer frente a sus facturas. A pesar de estar inscrito en montones de ofertas, la búsqueda fue infructuosa porque ni para hacer entrevistas le llamaban. Hace un par de meses, a través de un contacto, por fin, encontró un empleo de comercial, su oficio de muchos años, en el mismo sector en el que estuvo los últimos 25. Y Manuel, respiró.

Pero… Lawrence J. Peter, una vez más, tuvo razón. En la nueva empresa, Manuel se encontró de jefe a Carlos (nombre supuesto). Carlos es el jefe de una delegación de su empresa en una pequeña ciudad de provincias que tiene varias delegaciones en toda su Comunidad. La empresa, y esta delegación, llevan teniendo pérdidas desde hace varios años, tanto que el propietario ha tenido que inyectar dinero en cantidad, más de una vez, para que pueda seguir funcionando. Parece lógico pensar que, en esas condiciones, tropezarse con un buen comercial, con experiencia y con ganas de trabajar para mantener su empleo, es un activo a conservar y cuidar.

Lo que sucedió es que Manuel, en su afán de hacerlo bien y porque es lo que le pide el cuerpo y el espíritu,  se puso a conseguir clientes nuevos, a resolver los muchos conflictos que existían con los que ya había, a atender y a cuidar a los clientes a los que su jefe se vanagloriaba de tratar mal y de los que prescindía en cuanto protestaban, generalmente con razón, y los clientes empezaron a preguntar por él y no por Carlos, los otros empleados a ver que resolvía y su jefe a asustarse.

Lo que un jefe competente y comprometido con el negocio hubiera hecho habría sido alegrarse de haber encontrado un elemento tan valioso y en vez de frenarle, estimularle a conseguir aún más porque el brillo de los colaboradores hace brillar al líder. El jefe mediocre, asustadizo e incompetente le despide a los dos meses, justo el día que ha hecho un buen cliente que cubre más de la mitad de las pérdidas del año anterior, con el pretexto de no haber cumplido los objetivos que debían ser los de trabajar lo menos posible para que no se notaran sus carencias. Por lo visto, los jefes del jefe tampoco piden cuentas. Y Manuel, de nuevo, en la calle. Mal para la empresa, mal para los clientes y mal para los empleados.

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