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La situación de las personas que pierden su empleo es un tema recurrente en diferentes foros desde que empezó ese tsunami en la economía, en las empresas y en los trabajadores que todos conocemos como “la crisis”. Más allá de lo que hemos oído y leído hasta la saciedad sobre la pérdida de confianza en uno mismo, la baja autoestima o la necesidad de buscar apoyos en el entorno social, la situación de desempleo no presenta esa uniformidad de libro de recetas que se describe a menudo cuando se reparten consejos sobre cómo afrontar tal situación.

Esto es así porque no es la misma situación la de quien pierde el  empleo con 35 años que con 55, ni la de una persona cualificada que la de alguien sin estudios que en  toda su vida, a veces desde niño, sólo ha desarrollado una actividad, ni es la misma la de quien tiene a su pareja en el paro que la de quien la tiene trabajando, ni la de los que tienden a deprimirse que la de los que luchan contra viento y marea, y así podríamos seguir marcando diferencias hasta aburrir.

Lo cierto es que quedarse sin trabajo es una situación que conlleva, casi sin excepción, una serie de desajustes personales y sociales. El trabajo es tan importante que determina la distribución de nuestro tiempo, ya que éste viene marcado por las horas en las que nos incorporamos, permanecemos y salimos del trabajo, la posibilidad de demostrar nuestros talentos y capacidades en un entorno remunerado, la oportunidad de relacionarnos con otras personas a las que muy probablemente no habríamos conocido si no fuera por el trabajo y , como no, la de poder pagar las facturas que inexorablemente, tengamos trabajo o no, llegan de manera puntual a nuestro banco o a nuestro buzón.

Cuando perdemos el trabajo perdemos todo eso y en muchos casos, demasiados últimamente, se pierde también la esperanza. Si al principio, sobre todo cuando alguien ha pasado 30 años de su vida trabajando, el shock y la incredulidad prevalecen sobre cualquier otra realidad, cuando el tiempo va pasando y las ofertas a las que la persona va presentándose terminan con un descartado, cuando se han quemado todos los contactos y el reloj de los meses va señalando el final de esa cuenta atrás que marca el fin de la prestación por desempleo, son la desolación y la desesperación las que toman el relevo. ¿Qué hacer, entonces? ¿Qué hacer cuando ya se han agotado los recursos?

Me gustaría tener una respuesta que sirviera para todos aquellos que ahora se encuentran en esta situación. Lamentablemente, no la tengo, porque no hay una respuesta única que valga para todas las situaciones. Lo que sí sé es que la voluntad de salir adelante, la de reinventarse e intentar hacer cosas nuevas, la de mantener la confianza en las propias capacidades, aunque no nos den la oportunidad de demostrarlas, ayuda a seguir intentándolo.

En esta situación, en la que el futuro se presenta incierto y el presente es un fatigoso enfrentarse día a día con el desánimo y la frustración, es fundamental buscar el apoyo de la familia y de los amigos, no sentir vergüenza por hablar de los sentimientos, inquietudes o temores y buscar el aliento de las personas que nos quieren. Y sobre todo, mantener la actividad formándose para aumentar las posibilidades de encontrar un empleo o de emplearse por cuenta propia cuando se hayan agotado las vías de un posible contrato, ayudando a otros en labores sociales y de voluntariado o manteniendo las actividades que no generen un coste.

Es importante descubrir habilidades a las que no damos importancia, aficiones que pueden convertirse en una forma de generar ingresos y perder el miedo al cambio. Instalarse en el “yo no sé hacer otra cosa” es limitarse y negarse oportunidades a uno mismo. Es necesario cambiarlo por “qué otras cosas sé o puedo hacer” y empezar a abrir nuevas vías de acción. Los seres humanos somos capaces de superarnos ante las adversidades siempre que los contratiempos no nos paralicen. Si seguimos avanzando no sabemos dónde podemos llegar, si nos quedamos inmóviles es seguro que no iremos a ninguna parte.

 

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