El pensamiento negativo

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Lejos de ese mundo idílico y feliz que en los últimos años se ha puesto tan de moda y que, según los distintos predicadores de la religión de la felicidad, ha de mantenerse independientemente de cuales sean las circunstancias, lo cierto es que muchas personas, ante cualquier acontecimiento, tienden a pensar en negativo.

No me estoy refiriendo a ser capaz de valorar los distintos aspectos de una situación, los positivos y los negativos, sino a cuestiones tales como pensar que cualquier cosa que emprendan va a salir mal, que si algo puede estropearse tal cosa pasará con toda seguridad o a compararse con otras personas utilizando criterios de comparación respecto a los cuales siempre salen perdiendo.

El pensamiento negativo es capaz de minar la moral y la autoestima, de rebajar la motivación y de convertir a personas que, objetivamente, no deberían serlo, en tremendamente infelices.

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El valor simbólico del dinero

El valor simbólico del dinero

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Pocas veces nos paramos a pensar que las cosas no siempre son lo que parecen. Por ejemplo, cuando hablamos de dinero, de cuánto cuestan las cosas o de cuánto  nos pagan por nuestro trabajo. Escuchamos como los medios de comunicación nos hablan de las elevadas cifras que se manejan para fichar a ciertos deportistas o para contratar a los actores de moda en Hollywood. A menudo, estas cifras suelen parecernos disparatadas y nos extraña que los que representan a estas estrellas tan bien pagadas tarden en llegar a acuerdos y aceptar lo que se les ofrece, o que se estaquen las negociaciones por relativamente pequeñas cantidades sobre el escandaloso monto total. ¿Para qué quieren más? oímos decir a veces.

Olvidamos que el valor del dinero no es sólo el que tienen las monedas o los billetes ni el que nos permite conseguir aquello que es posible pagar. El dinero también tiene otro valor, el que se deriva de nuestra percepción de ser reconocidos y por lo tanto bien pagados, el que tiene mucho que ver con la comparación social, que hace que me sienta mejor o peor pagado en relación a lo que pagan al otro por hacer un trabajo similar al mío, o el que me conecta con mi propio autoconcepto: si me pagan bien es porque valgo.

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La realidad y las realidades

Foto: Carmen Ariza 

Cada vez que hablamos, que contamos un acontecimiento propio o ajeno, tenemos la tendencia a hacer afirmaciones categóricas sobre la verdad de las cosas. Lo que contamos pasó tal como lo contamos y lo que sucedió es la realidad y no otra. Consideramos que nuestra versión es la cierta y que las versiones de los otros o son interesadas o están sesgadas por alguna razón.

Lo cierto es que lo que hacemos habitualmente es dar la propia versión que tenemos sobre los hechos, hablar de lo que para nosotros es la realidad, aunque no coincida con la realidad de los otros.

Nuestra versión de los hechos, nuestra realidad, depende de cómo percibimos las cosas y esa percepción tiene mucho que ver con la atención que les prestamos. Prestamos atención a cosas que se relacionan con nuestros intereses, que producen algún tipo de sobresalto en nuestra rutina o que consideramos lo suficientemente llamativas para que nuestros sentidos se focalicen en ellas. Eso quiere decir que cuando prestamos atención a determinados aspectos de un hecho, no lo hacemos respecto a otros aspectos del mismo, ya que no es posible orientar la atención hacia todo lo que sucede

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Las generalizaciones

Siempre me pasa lo mismo; todo el mundo está mejor que yo; cada vez que intento algo me sale mal; no me apetece hacer nada ¿A que nos resulta familiar esa manera de hablar? Es posible que hayamos dicho alguna de esas frases y es muy probable que se las hayamos escuchado a otros.

Las generalizaciones son distorsiones que nuestra mente hace sobre el mundo, las personas o las cosas. Todo, nada, siempre, nunca… Cada vez que generalizamos hacemos afirmaciones categóricas que no admiten matices hasta que nos paramos a pensar y someter a evidencia tales afirmaciones. Es entonces, cuando nos damos cuenta de que nadie me quiere es una afirmación excesiva que debería cambiarse por Pepe no me quiere o Todo me sale mal por Esto, aquí y ahora, no ha salido como yo pretendía.

El caso es que pocas veces hacemos esa reflexión y, por lo tanto, llegamos a convencernos, a fuerza de repetirlo, de que determinadas cosas son, en todos los casos, de una manera cuando sólo una cosa o una persona o un acontecimiento lo es. Ese convencimiento acaba instaurándose y transformándose en una creencia que no admite discusión y que influye, sin que nos demos cuenta, en nuestras relaciones, en las decisiones que tomamos y en nuestra forma de percibir la vida.

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Tomar decisiones

Tomar decisiones

Es frecuente que uno de los síntomas mas llamativos de los bloqueos vitales sea la dificultad para tomar decisiones. En realidad, tomamos decisiones continuamente: si nos levantamos o no, como nos vestimos, lo que comemos, los sitios en los que nos paramos de camino a algún lugar…

Lo que sucede es que no somos conscientes de que lo hacemos hasta que sentimos esa sensación de vacío, de no saber a dónde ir y de no saber lo que queremos. Entonces, sobreviene esa percepción de incapacidad para la toma de decisiones, esa sensación que describimos como de bloqueo o de parálisis. Aun así, seguimos decidiendo si comentárselo a alguien o no, si dejarnos llevar o intentar poner remedio a la situación.

Cuando tomamos decisiones nos vemos obligados a elegir, al menos, entre dos alternativas. A veces, más. Elegir supone renunciar a una de esas alternativas en favor de la otra, supone ser conscientes de que no podemos tenerlo todo y de que con la elección dejamos atrás, tal vez de manera irrevocable, uno de los cursos de acción.

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Pensar, sentir y actuar.

Pensar, sentir y actuar.

Pensar, sentir y actuar. Simplificando, podríamos decir que es en estos tres procesos en los que empleamos nuestra vida. No hace falta mucha explicación para que cualquier persona pueda estar de acuerdo en ello. El problema es que, a menudo, confundimos una cosa con otra y cuando tratamos de hacer algún ajuste sobre uno de esos procesos esa confusión nos lleva a hacerlo sobre otro.

Por ejemplo, cuando le preguntamos a una persona cuál es su opinión (pensar) sobre algo o alguien es fácil que responda que le gusta o le disgusta (sentir) o que cada vez que lo tiene delante abrevia o alarga el contacto con el objeto o con la persona en cuestión (actuar). Es cuando le adviertes que tu pregunta se refiere a lo que piensa, no a lo que siente o a lo que hace, cuando la persona hace el intento de expresar cuál es esa opinión que le pedimos, al margen (dentro de lo posible) de emociones o comportamientos.

Esta distinción es muy importante a la hora de llevar a cabo cualquier intervención con personas, ya sea en el ámbito laboral, en el terapéutico o en cualquier otro. También es importante en el conocimiento de nosotros mismos, porque cuando queremos hacer cambios en nuestras vidas es importante que sepamos dónde se requieren esos cambios.

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Razonamiento o excusa

Razonamiento o excusa

Cuántas veces nos encontramos al cabo del día dando explicaciones y elaborando razonamientos complejos sobre lo que teníamos que hacer y no hicimos, lo que debimos decir y no dijimos o lo que se esperaba de nosotros y no llegó a concretarse. Las justificaciones y razonamientos son habituales en nuestro discurso, tanto que ni siquiera nos damos cuenta de que lo hacemos hasta que escuchamos aquello de “no me pongas excusas”.

Una excusa es, por definición, un motivo o pretexto que se invoca para eludir una obligación o disculpar una omisión (RAE). Cuando no cumplimos los compromisos o aplazamos una acción, habitualmente, generamos cierto nivel de ansiedad, nuestro pensamiento nos lleva repetidamente al recuerdo de lo pendiente y nos vemos impelidos a eliminar la tensión y el malestar que esta situación nos genera ¿Qué hacemos, entonces? Buscar alguna justificación que nos permita recuperar el equilibrio psíquico perdido.

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