Las comparaciones

Las comparaciones

Uno de los argumentos esgrimidos con más frecuencia para justificar la infelicidad es el que hace alusión a lo que a otros les sucede, poseen o disfrutan y nosotros no.

Las comparaciones son un recurso que utilizamos a menudo sin pararnos a pensar qué significa lo que estamos diciendo. Por lo general, la comparación se realiza con los demás, la gente, todo el mundo… Si dedicamos unos minutos a analizar lo que afirmamos, nos daremos cuenta de que frases del tipo a todos mis amigos les va bien, o todo el mundo tiene pareja menos yo, están cargadas de generalizaciones, ambigüedades e imprecisiones.

Los demás o todo el mundo, es una cantidad de personas imprecisa que no sabemos a cuántos seres se refiere. ¿A nuestros compañeros de trabajo, a familiares, a nuestro barrio o al país entero? ¿Qué quiere decir que les va bien? ¿Tiene salud? ¿Les ha tocado la lotería? Pues no se sabe, no sabemos a qué nos referimos con esa afirmación.

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El sufrimiento

El sufrimiento

El sufrimiento se ha convertido en algo socialmente reprobable. Da lo mismo si es provocado por un desengaño, una pérdida o un fracaso. Sufrir está mal visto sea cual sea la causa. Eso nos lleva a buscar un alivio inmediato, no sólo por nuestra propia incapacidad para procesar el malestar sino porque el correspondiente coro que nos acompaña, en forma de amigos, compañeros o familiares, nos insta acabar cuanto antes con el asunto.

Manejamos mal las emociones negativas, las propias y las ajenas. Vivimos en un mundo en el que ser feliz a toda costa, nos hace pasar por encima de cualquier acontecimiento que altere esa presunta felicidad con la mayor rapidez posible. Parece que hemos olvidado que el sufrimiento forma parte de la vida, que si una persona, o incluso un animal al que queremos, muere, sufrimos por su pérdida. Una ruptura sentimental, el desamor, duele. Que un amigo nos decepcione, duele y que no tener ninguno, la soledad, duele también.

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Formas de manipulación

Formas de manipulación

La manipulación, de una manera muy simple, consiste en influir en alguien para conseguir algo. En definitiva, hablamos de poder, de capacidad para hacer que una persona piense o haga lo que otro quiere. Por lo general, cuando hablamos de manipulación lo hacemos dándole unas connotaciones negativas puesto que, a menudo, esa influencia o ese poder se obtiene presionando, chantajeando o provocando en el otro un sentimiento de culpa. Lo que se consigue suele ser que la persona haga algo que no quiere hacer porque le desagrada y le genera malestar.

Otro tipo de manipulación, menos agresiva, es la que llevamos a cabo, por ejemplo, cuando queremos influir en la percepción que los otros tienen de nosotros. Nos vestimos, nos adornamos o nos comportamos de una manera determinada con el fin de dar una imagen, parecer más atractivos o impresionar a alguien. Aunque no deja de ser una forma de engañar suele considerarse como algo aceptable socialmente, dentro de unos límites, ya que es una manera de hacer que los demás vean de nosotros lo mejor que tenemos.

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La sensación de saturación

La sensación de saturación

Es habitual que, sobre todo en algunas épocas de la vida, tengamos la sensación de saturación mental. Ese sentirse saturado, supone tener la percepción de no poder más, de que si algún elemento de los que forman parte de la vida cotidiana se mueve de su sitio vamos a caernos psicológica y mentalmente hablando.

La sensación de saturación suele producirse cuando las demandas del medio en el que nos movemos son tales que la capacidad que tenemos para hacerles frente se nos antoja insuficiente, por muchos esfuerzos que hagamos. Esa discordancia percibida entre las demandas y los propios recursos es la que nos estresa.

Al margen de que nuestra autopercepción nos haga considerarnos más o menos capaces de afrontar el día a día, suele suceder que empezamos a tener esa sensación cuando los problemas se acumulan y aunque vayamos resolviéndolos nos imaginamos como el jugador al que si le llega una pelota puede despejarla sin dificultad, si le llegan dos a la vez ya lo tiene más complicado, pero cuando le llegan cuatro o cinco empieza a tener dificultades para darle a todas.

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El factor emocional en el trabajo

El factor emocional en el trabajo

Hasta hace relativamente poco tiempo, digamos hasta muy avanzado el siglo XX, la vinculación de la mayoría de las personas con su trabajo no pasaba de esperar conseguirlo sin demasiado esfuerzo, mantenerlo cumpliendo con lo estipulado en su contrato y jubilarse con una pensión decente.

Ahora, en el siglo XXI, las cosas han cambiado. Las personas que hoy se incorporan al mercado laboral demandan de las empresas mucho más que el salario. Hoy, a pesar de que en los últimos años la situación económica, la reforma laboral y el pescar en río revuelto de muchas empresas, hayan conseguido un retroceso en las condiciones laborales y un aumento de la precariedad que ya dábamos por superado, los trabajadores esperan más que un sueldo.

También las empresas esperan más que el hecho de que el trabajador se limite a cumplir estrictamente con su trabajo, a entrar y salir puntualmente y a cumplir las normas. Esperan del trabajador cosas tales como implicación, compromiso o lealtad, conceptos que se refieren a lo intangible y que tienen que ver más con aspectos emocionales que con la mera ejecución de tareas.

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El miedo a la soledad

El miedo a la soledad

Uno de los lamentos habituales cuando se produce una ruptura sentimental es el miedo a quedarse solo o sola. Generalmente, es la persona que ha sido abandonada o a la que se le ha impuesto la ruptura la que hace explicito ese temor. El hecho de que nada más vaya a cambiar porque su familia, sus amigos (los suyos, los de toda la vida), sus hijos o sus compañeros de trabajo sigan estando dónde están, no minimiza el miedo a la soledad.

De la misma forma, cuando hay  que expresar una queja, presentar un proyecto o defender una idea, el “quedarse solo” ante aquellos que deben responder, evaluar o dar soluciones convierte el previo a la acción en un mar de dudas y de indecisión. La exposición pública en soledad, para un porcentaje elevado de personas, es un obstáculo que muchas veces acaba por desalentar la acción y llevarla al abandono.

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Pensar, sentir y actuar.

Pensar, sentir y actuar.

Pensar, sentir y actuar. Simplificando, podríamos decir que es en estos tres procesos en los que empleamos nuestra vida. No hace falta mucha explicación para que cualquier persona pueda estar de acuerdo en ello. El problema es que, a menudo, confundimos una cosa con otra y cuando tratamos de hacer algún ajuste sobre uno de esos procesos esa confusión nos lleva a hacerlo sobre otro.

Por ejemplo, cuando le preguntamos a una persona cuál es su opinión (pensar) sobre algo o alguien es fácil que responda que le gusta o le disgusta (sentir) o que cada vez que lo tiene delante abrevia o alarga el contacto con el objeto o con la persona en cuestión (actuar). Es cuando le adviertes que tu pregunta se refiere a lo que piensa, no a lo que siente o a lo que hace, cuando la persona hace el intento de expresar cuál es esa opinión que le pedimos, al margen (dentro de lo posible) de emociones o comportamientos.

Esta distinción es muy importante a la hora de llevar a cabo cualquier intervención con personas, ya sea en el ámbito laboral, en el terapéutico o en cualquier otro. También es importante en el conocimiento de nosotros mismos, porque cuando queremos hacer cambios en nuestras vidas es importante que sepamos dónde se requieren esos cambios.

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