La presión social

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Uno de los factores que más influye en nuestro comportamiento es la presión social. Esta presión que ejercen sobre nosotros y que, consciente o inconscientemente, nosotros también ejercemos sobre los demás, condiciona nuestra forma de pensar y de actuar. La educación que recibimos desde niños constituye la primera forma de presión, la que nos marca las pautas de nuestros primeros comportamientos, los relacionados con la comida y sus horarios y, posteriormente, con el control de los esfínteres y los lugares donde podemos realizar nuestras necesidades.

A partir de ahí, dado que vivimos en grupos y compartimos el espacio y las costumbres con otras personas como nosotros, nuestra infancia se convierte en una adquisición de normas de todo tipo que nos ponen en disposición de relacionarnos con nuestros semejantes adaptándonos a formas y maneras de hacer que nos convierten en individuos aptos para la convivencia.

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La inmediatez

Imagen generada por Copilot (IA)

Uno de los aprendizajes básicos que forman parte de la educación de los niños es el aplazamiento de las recompensas. A los niños se les enseña a esperar, a que tal cosa no puede suceder ahora o a que el premio, el regalo, o tener aquello que desean, no se va a obtener en el momento. La satisfacción queda aplazada hasta que el niño hace las cosas de una determinada manera o a una fecha, como puede ser el cumpleaños, la Navidad o las vacaciones.

Cuando de pequeños no aprendemos a esperar porque lo que se quiere se obtiene inmediatamente, de mayores, es muy probable que queramos que las cosas sucedan de la misma manera y cuando esto no es así nos frustramos. Que nos frustremos no es ni bueno ni malo, es un hecho que se produce cuando nuestras expectativas no se cumplen.

La mayoría de las personas han aprendido a lo largo de su infancia y su adolescencia que no todo se puede conseguir, que algunas cosas se acaban consiguiendo a largo plazo y que otras, para conseguirlas, no basta con desearlas sino que hay que trabajar duro para obtenerlas. En resumen, que la satisfacción no suele ser inmediata sino aplazada.

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El pensamiento negativo

Imagen de StockSnap en Pixabay

Lejos de ese mundo idílico y feliz que en los últimos años se ha puesto tan de moda y que, según los distintos predicadores de la religión de la felicidad, ha de mantenerse independientemente de cuales sean las circunstancias, lo cierto es que muchas personas, ante cualquier acontecimiento, tienden a pensar en negativo.

No me estoy refiriendo a ser capaz de valorar los distintos aspectos de una situación, los positivos y los negativos, sino a cuestiones tales como pensar que cualquier cosa que emprendan va a salir mal, que si algo puede estropearse tal cosa pasará con toda seguridad o a compararse con otras personas utilizando criterios de comparación respecto a los cuales siempre salen perdiendo.

El pensamiento negativo es capaz de minar la moral y la autoestima, de rebajar la motivación y de convertir a personas que, objetivamente, no deberían serlo, en tremendamente infelices.

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La resistencia al cambio

Imagen de storyset en Freepik

Una de las cosas más difíciles con las que nos encontramos en la vida es la de realizar cambios. Si no fuera así no nos escucharíamos y escucharíamos decir a otros lo que deberíamos hacer y no hacemos, lo que tendríamos que proponernos para hacer cualquier día de estos y vamos aplazando, o lo que nos cuesta llevar a cabo una tarea una vez que hemos decidido hacerla.

Nos sentimos mal, incómodos o a disgusto pero preferimos seguir como estamos, quejándonos y esperando que las cosas cambien alguna vez sin que nosotros hagamos nada para que eso pase. Lo cierto que es que necesitamos pararnos a reflexionar un momento para ser conscientes de la capacidad que tenemos para cambiar las cosas. Es cierto que si quiero medir 10 centímetros más por muchos cambios que haga en mi vida no voy a conseguir ganar altura, lo que sí puedo cambiar es mi actitud al respecto y tratar de aceptarme como soy en vez de amargarme la vida.

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Las generalizaciones

Siempre me pasa lo mismo; todo el mundo está mejor que yo; cada vez que intento algo me sale mal; no me apetece hacer nada ¿A que nos resulta familiar esa manera de hablar? Es posible que hayamos dicho alguna de esas frases y es muy probable que se las hayamos escuchado a otros.

Las generalizaciones son distorsiones que nuestra mente hace sobre el mundo, las personas o las cosas. Todo, nada, siempre, nunca… Cada vez que generalizamos hacemos afirmaciones categóricas que no admiten matices hasta que nos paramos a pensar y someter a evidencia tales afirmaciones. Es entonces, cuando nos damos cuenta de que nadie me quiere es una afirmación excesiva que debería cambiarse por Pepe no me quiere o Todo me sale mal por Esto, aquí y ahora, no ha salido como yo pretendía.

El caso es que pocas veces hacemos esa reflexión y, por lo tanto, llegamos a convencernos, a fuerza de repetirlo, de que determinadas cosas son, en todos los casos, de una manera cuando sólo una cosa o una persona o un acontecimiento lo es. Ese convencimiento acaba instaurándose y transformándose en una creencia que no admite discusión y que influye, sin que nos demos cuenta, en nuestras relaciones, en las decisiones que tomamos y en nuestra forma de percibir la vida.

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Las comparaciones

Las comparaciones

Uno de los argumentos esgrimidos con más frecuencia para justificar la infelicidad es el que hace alusión a lo que a otros les sucede, poseen o disfrutan y nosotros no.

Las comparaciones son un recurso que utilizamos a menudo sin pararnos a pensar qué significa lo que estamos diciendo. Por lo general, la comparación se realiza con los demás, la gente, todo el mundo… Si dedicamos unos minutos a analizar lo que afirmamos, nos daremos cuenta de que frases del tipo a todos mis amigos les va bien, o todo el mundo tiene pareja menos yo, están cargadas de generalizaciones, ambigüedades e imprecisiones.

Los demás o todo el mundo, es una cantidad de personas imprecisa que no sabemos a cuántos seres se refiere. ¿A nuestros compañeros de trabajo, a familiares, a nuestro barrio o al país entero? ¿Qué quiere decir que les va bien? ¿Tiene salud? ¿Les ha tocado la lotería? Pues no se sabe, no sabemos a qué nos referimos con esa afirmación.

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Tomar decisiones

Tomar decisiones

Es frecuente que uno de los síntomas mas llamativos de los bloqueos vitales sea la dificultad para tomar decisiones. En realidad, tomamos decisiones continuamente: si nos levantamos o no, como nos vestimos, lo que comemos, los sitios en los que nos paramos de camino a algún lugar…

Lo que sucede es que no somos conscientes de que lo hacemos hasta que sentimos esa sensación de vacío, de no saber a dónde ir y de no saber lo que queremos. Entonces, sobreviene esa percepción de incapacidad para la toma de decisiones, esa sensación que describimos como de bloqueo o de parálisis. Aun así, seguimos decidiendo si comentárselo a alguien o no, si dejarnos llevar o intentar poner remedio a la situación.

Cuando tomamos decisiones nos vemos obligados a elegir, al menos, entre dos alternativas. A veces, más. Elegir supone renunciar a una de esas alternativas en favor de la otra, supone ser conscientes de que no podemos tenerlo todo y de que con la elección dejamos atrás, tal vez de manera irrevocable, uno de los cursos de acción.

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