El sufrimiento se ha convertido en algo socialmente reprobable. Da lo mismo si es provocado por un desengaño, una pérdida o un fracaso. Sufrir está mal visto sea cual sea la causa. Eso nos lleva a buscar un alivio inmediato, no sólo por nuestra propia incapacidad para procesar el malestar sino porque el correspondiente coro que nos acompaña, en forma de amigos, compañeros o familiares, nos insta acabar cuanto antes con el asunto.
Manejamos mal las emociones negativas, las propias y las ajenas. Vivimos en un mundo en el que ser feliz a toda costa, nos hace pasar por encima de cualquier acontecimiento que altere esa presunta felicidad con la mayor rapidez posible. Parece que hemos olvidado que el sufrimiento forma parte de la vida, que si una persona, o incluso un animal al que queremos, muere, sufrimos por su pérdida. Una ruptura sentimental, el desamor, duele. Que un amigo nos decepcione, duele y que no tener ninguno, la soledad, duele también.
Los seres humanos, de la misma manera que somos capaces de alegrarnos y de disfrutar, también sufrimos. Eso es algo que podemos calificar como normal. Otra cosa es el sufrimiento que provoca lo que no pasa, lo que tememos que pase, el generado por nuestros miedos y nuestras inseguridades. No debemos confundir ese sufrimiento inútil, que nos paraliza y no nos permite avanzar con ese otro que se justifica porque el devenir de la vida no siempre es favorable, porque nos pasan cosas indeseables o porque perdemos seres a los que queremos.
Y aunque no podemos ni debemos quedarnos anclados en el sufrimiento y resistirnos a avanzar, por lo general ese dolor se va atenuando con el tiempo. El otro, el anímico, el que no responde a una causa concreta que lo desencadene, el que nos paraliza y nos angustia, debe ser tratado cuanto antes porque ese sufrimiento el tiempo no lo cura, al contrario, lo agrava.
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