La definición de la propia identidad

Imagen de Ioana Radu en Pixabay

La definición de la propia identidad es una de las cosas que nos resultan más difíciles. A la pregunta de quiénes somos, da igual si es autoformulada o formulada por otros, solemos responder o respondernos con nuestro nombre, nuestra profesión, nuestras relaciones familiares o nuestro lugar de procedencia. Cuando advertimos a la persona interpelada sobre lo inadecuado de la respuesta porque no hemos preguntado por ninguno de los aspectos anteriores, lo habitual es que la reacción sea, primero, de desconcierto y después de un no sé o de silencio.

Saber quiénes somos es una aspiración que no todo el mundo es capaz de lograr. Incluso cuando nos expresamos en términos de yo sé quién soy, o al contrario, ya no sé quién soy, algo habitual en situaciones de bloqueo vital, nos sería muy difícil detallar en términos más o menos objetivos que factores o que elementos son los que nos hacen expresarnos de esta manera.

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La presión social

Imagen generada por Gemini (IA)

Uno de los factores que más influye en nuestro comportamiento es la presión social. Esta presión que ejercen sobre nosotros y que, consciente o inconscientemente, nosotros también ejercemos sobre los demás, condiciona nuestra forma de pensar y de actuar. La educación que recibimos desde niños constituye la primera forma de presión, la que nos marca las pautas de nuestros primeros comportamientos, los relacionados con la comida y sus horarios y, posteriormente, con el control de los esfínteres y los lugares donde podemos realizar nuestras necesidades.

A partir de ahí, dado que vivimos en grupos y compartimos el espacio y las costumbres con otras personas como nosotros, nuestra infancia se convierte en una adquisición de normas de todo tipo que nos ponen en disposición de relacionarnos con nuestros semejantes adaptándonos a formas y maneras de hacer que nos convierten en individuos aptos para la convivencia.

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La inmediatez

Imagen generada por Copilot (IA)

Uno de los aprendizajes básicos que forman parte de la educación de los niños es el aplazamiento de las recompensas. A los niños se les enseña a esperar, a que tal cosa no puede suceder ahora o a que el premio, el regalo, o tener aquello que desean, no se va a obtener en el momento. La satisfacción queda aplazada hasta que el niño hace las cosas de una determinada manera o a una fecha, como puede ser el cumpleaños, la Navidad o las vacaciones.

Cuando de pequeños no aprendemos a esperar porque lo que se quiere se obtiene inmediatamente, de mayores, es muy probable que queramos que las cosas sucedan de la misma manera y cuando esto no es así nos frustramos. Que nos frustremos no es ni bueno ni malo, es un hecho que se produce cuando nuestras expectativas no se cumplen.

La mayoría de las personas han aprendido a lo largo de su infancia y su adolescencia que no todo se puede conseguir, que algunas cosas se acaban consiguiendo a largo plazo y que otras, para conseguirlas, no basta con desearlas sino que hay que trabajar duro para obtenerlas. En resumen, que la satisfacción no suele ser inmediata sino aplazada.

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El pensamiento negativo

Imagen de StockSnap en Pixabay

Lejos de ese mundo idílico y feliz que en los últimos años se ha puesto tan de moda y que, según los distintos predicadores de la religión de la felicidad, ha de mantenerse independientemente de cuales sean las circunstancias, lo cierto es que muchas personas, ante cualquier acontecimiento, tienden a pensar en negativo.

No me estoy refiriendo a ser capaz de valorar los distintos aspectos de una situación, los positivos y los negativos, sino a cuestiones tales como pensar que cualquier cosa que emprendan va a salir mal, que si algo puede estropearse tal cosa pasará con toda seguridad o a compararse con otras personas utilizando criterios de comparación respecto a los cuales siempre salen perdiendo.

El pensamiento negativo es capaz de minar la moral y la autoestima, de rebajar la motivación y de convertir a personas que, objetivamente, no deberían serlo, en tremendamente infelices.

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El valor simbólico del dinero

El valor simbólico del dinero

Imagen de Kevin Schneider en Pixabay

Pocas veces nos paramos a pensar que las cosas no siempre son lo que parecen. Por ejemplo, cuando hablamos de dinero, de cuánto cuestan las cosas o de cuánto  nos pagan por nuestro trabajo. Escuchamos como los medios de comunicación nos hablan de las elevadas cifras que se manejan para fichar a ciertos deportistas o para contratar a los actores de moda en Hollywood. A menudo, estas cifras suelen parecernos disparatadas y nos extraña que los que representan a estas estrellas tan bien pagadas tarden en llegar a acuerdos y aceptar lo que se les ofrece, o que se estaquen las negociaciones por relativamente pequeñas cantidades sobre el escandaloso monto total. ¿Para qué quieren más? oímos decir a veces.

Olvidamos que el valor del dinero no es sólo el que tienen las monedas o los billetes ni el que nos permite conseguir aquello que es posible pagar. El dinero también tiene otro valor, el que se deriva de nuestra percepción de ser reconocidos y por lo tanto bien pagados, el que tiene mucho que ver con la comparación social, que hace que me sienta mejor o peor pagado en relación a lo que pagan al otro por hacer un trabajo similar al mío, o el que me conecta con mi propio autoconcepto: si me pagan bien es porque valgo.

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La resistencia al cambio

Imagen de storyset en Freepik

Una de las cosas más difíciles con las que nos encontramos en la vida es la de realizar cambios. Si no fuera así no nos escucharíamos y escucharíamos decir a otros lo que deberíamos hacer y no hacemos, lo que tendríamos que proponernos para hacer cualquier día de estos y vamos aplazando, o lo que nos cuesta llevar a cabo una tarea una vez que hemos decidido hacerla.

Nos sentimos mal, incómodos o a disgusto pero preferimos seguir como estamos, quejándonos y esperando que las cosas cambien alguna vez sin que nosotros hagamos nada para que eso pase. Lo cierto que es que necesitamos pararnos a reflexionar un momento para ser conscientes de la capacidad que tenemos para cambiar las cosas. Es cierto que si quiero medir 10 centímetros más por muchos cambios que haga en mi vida no voy a conseguir ganar altura, lo que sí puedo cambiar es mi actitud al respecto y tratar de aceptarme como soy en vez de amargarme la vida.

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La realidad y las realidades

Foto: Carmen Ariza 

Cada vez que hablamos, que contamos un acontecimiento propio o ajeno, tenemos la tendencia a hacer afirmaciones categóricas sobre la verdad de las cosas. Lo que contamos pasó tal como lo contamos y lo que sucedió es la realidad y no otra. Consideramos que nuestra versión es la cierta y que las versiones de los otros o son interesadas o están sesgadas por alguna razón.

Lo cierto es que lo que hacemos habitualmente es dar la propia versión que tenemos sobre los hechos, hablar de lo que para nosotros es la realidad, aunque no coincida con la realidad de los otros.

Nuestra versión de los hechos, nuestra realidad, depende de cómo percibimos las cosas y esa percepción tiene mucho que ver con la atención que les prestamos. Prestamos atención a cosas que se relacionan con nuestros intereses, que producen algún tipo de sobresalto en nuestra rutina o que consideramos lo suficientemente llamativas para que nuestros sentidos se focalicen en ellas. Eso quiere decir que cuando prestamos atención a determinados aspectos de un hecho, no lo hacemos respecto a otros aspectos del mismo, ya que no es posible orientar la atención hacia todo lo que sucede

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