La realidad y las realidades

Cada vez que hablamos, que contamos un acontecimiento propio o ajeno, tenemos la tendencia a hacer afirmaciones categóricas sobre la verdad de las cosas. Lo que contamos pasó tal como lo contamos y lo que sucedió es la realidad y no otra. Consideramos que nuestra versión es la cierta y que las versiones de los otros o son interesadas o están sesgadas por alguna razón.

Lo cierto es que lo que hacemos habitualmente es dar la propia versión que tenemos sobre los hechos, hablar de lo que para nosotros es la realidad, aunque no coincida con la realidad de los otros.

Nuestra versión de los hechos, nuestra realidad, depende de cómo percibimos las cosas y esa percepción tiene mucho que ver con la atención que les prestamos. Prestamos atención a cosas que se relacionan con nuestros intereses, que producen algún tipo de sobresalto en nuestra rutina o que consideramos lo suficientemente llamativas para que nuestros sentidos se focalicen en ellas. Eso quiere decir que cuando prestamos atención a determinados aspectos de un hecho, no lo hacemos respecto a otros aspectos del mismo, ya que no es posible orientar la atención hacia todo lo que sucede

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Las generalizaciones

Siempre me pasa lo mismo; todo el mundo está mejor que yo; cada vez que intento algo me sale mal; no me apetece hacer nada ¿A que nos resulta familiar esa manera de hablar? Es posible que hayamos dicho alguna de esas frases y es muy probable que se las hayamos escuchado a otros.

Las generalizaciones son distorsiones que nuestra mente hace sobre el mundo, las personas o las cosas. Todo, nada, siempre, nunca… Cada vez que generalizamos hacemos afirmaciones categóricas que no admiten matices hasta que nos paramos a pensar y someter a evidencia tales afirmaciones. Es entonces, cuando nos damos cuenta de que nadie me quiere es una afirmación excesiva que debería cambiarse por Pepe no me quiere o Todo me sale mal por Esto, aquí y ahora, no ha salido como yo pretendía.

El caso es que pocas veces hacemos esa reflexión y, por lo tanto, llegamos a convencernos, a fuerza de repetirlo, de que determinadas cosas son, en todos los casos, de una manera cuando sólo una cosa o una persona o un acontecimiento lo es. Ese convencimiento acaba instaurándose y transformándose en una creencia que no admite discusión y que influye, sin que nos demos cuenta, en nuestras relaciones, en las decisiones que tomamos y en nuestra forma de percibir la vida.

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La inactividad

La inactividad

Una de las consecuencias del tiempo que estamos viviendo y que está influyendo de manera muy negativa en muchos de nosotros, es la inactividad. Si dejamos al margen que hay personas que son capaces de buscar qué hacer en cualquier circunstancia, tiempo y lugar, hay un buen porcentaje de ellas para las que el tiempo que pasan metidas en casa les supone una gran dificultad y una incapacidad para buscar formas de emplearlo de una manera satisfactoria.

Personas que se definen como muy sociables y cuya actividad habitual, más allá del tiempo que dedican al trabajo, consiste en quedar con amigos, visitar a parientes o socializar de todas las maneras posibles, se han visto muy condicionadas por la obligación de pasar más tiempo del habitual en casa y no poder relacionarse con otras personas.

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Las comparaciones

Las comparaciones

Uno de los argumentos esgrimidos con más frecuencia para justificar la infelicidad es el que hace alusión a lo que a otros les sucede, poseen o disfrutan y nosotros no.

Las comparaciones son un recurso que utilizamos a menudo sin pararnos a pensar qué significa lo que estamos diciendo. Por lo general, la comparación se realiza con los demás, la gente, todo el mundo… Si dedicamos unos minutos a analizar lo que afirmamos, nos daremos cuenta de que frases del tipo a todos mis amigos les va bien, o todo el mundo tiene pareja menos yo, están cargadas de generalizaciones, ambigüedades e imprecisiones.

Los demás o todo el mundo, es una cantidad de personas imprecisa que no sabemos a cuántos seres se refiere. ¿A nuestros compañeros de trabajo, a familiares, a nuestro barrio o al país entero? ¿Qué quiere decir que les va bien? ¿Tiene salud? ¿Les ha tocado la lotería? Pues no se sabe, no sabemos a qué nos referimos con esa afirmación.

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Reinventarse

Reinventarse

Uno de los términos de moda es la reinvención. El reinventarse, el empezar de nuevo después de una trayectoria profesional, parece el mandato obligado de los tiempos que vivimos. La famosa crisis, que es difícil determinar si ha pasado o no, ha obligado a que muchas personas, que daban por establecida su vida hasta la jubilación, hayan tenido que plantearse tomar un camino diferente.

Reinventarse supone pararse a pensar qué habilidades tengo, qué conocimientos  o, sencillamente, qué sé hacer o qué puedo aprender que me permita seguir adelante cuando las expectativas que tenía se han visto frustradas.

La reinvención no solo afecta al ámbito del trabajo. Las relaciones que se terminan, los cambios sociales, la publicidad que nos presiona para dar más de nosotros mismos y cualquier otro factor que produzca un efecto similar, nos impulsa a hacer cambios. A veces, los cambios son menores y solo nos llevan a experimentar cosas diferentes o a incorporar a nuestra rutina algunas conductas inéditas hasta entonces. Otras veces, los cambios son más radicales.

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Pensar, sentir y actuar.

Pensar, sentir y actuar.

Pensar, sentir y actuar. Simplificando, podríamos decir que es en estos tres procesos en los que empleamos nuestra vida. No hace falta mucha explicación para que cualquier persona pueda estar de acuerdo en ello. El problema es que, a menudo, confundimos una cosa con otra y cuando tratamos de hacer algún ajuste sobre uno de esos procesos esa confusión nos lleva a hacerlo sobre otro.

Por ejemplo, cuando le preguntamos a una persona cuál es su opinión (pensar) sobre algo o alguien es fácil que responda que le gusta o le disgusta (sentir) o que cada vez que lo tiene delante abrevia o alarga el contacto con el objeto o con la persona en cuestión (actuar). Es cuando le adviertes que tu pregunta se refiere a lo que piensa, no a lo que siente o a lo que hace, cuando la persona hace el intento de expresar cuál es esa opinión que le pedimos, al margen (dentro de lo posible) de emociones o comportamientos.

Esta distinción es muy importante a la hora de llevar a cabo cualquier intervención con personas, ya sea en el ámbito laboral, en el terapéutico o en cualquier otro. También es importante en el conocimiento de nosotros mismos, porque cuando queremos hacer cambios en nuestras vidas es importante que sepamos dónde se requieren esos cambios.

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¿Cómo influyen las creencias en nuestra vida?

¿Cómo influyen las creencias en nuestra vida?

Las creencias, aquello que creemos firmemente y que forma parte de nuestro pensamiento habitual, son como farolillos que nos van guiando en nuestra vida. Creemos que ser  demasiado confiados puede ponernos en una posición vulnerable o que si somos amables recibiremos a cambio el mismo trato, que todas las personas van a lo suyo o que somos negados para las matemáticas. Generamos creencias acerca de cualquier aspecto de nuestro mundo, tanto si se refiere a las cosas como a las personas, incluidos nosotros mismos. Como eso es lo que pensamos, actuamos según esa manera de pensar.

Existen dos tipos de creencias, las que nos ayudan a crecer, a desarrollarnos y establecer buenas relaciones con nuestro entorno y las que nos producen el efecto contrario. Estas últimas, las creencias limitadoras, las que nos impiden hacer cosas o relacionarnos con cierto tipo de personas, nos privan de la posibilidad de adquirir conocimiento nuevo, de experimentar o de descubrir. Como sé que soy torpe no trato de mejorar mi ejecución porque ni siquiera me cuestiono tal creencia, la doy por buena y actúo como si eso fuera cierto. Cómo sé que todo el mundo te la acaba jugando ya no intento confiar en alguien porque mi creencia no cuestionada me impide experimentar por mí misma la posibilidad de poder fiarme de otro.

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