Si nos preguntan qué nos aportan las críticas y queremos dar una respuesta socialmente deseable, es muy probable que digamos que nos ayudan a mejorar, que nos hacen reflexionar o algo similar. Lo cierto es que no nos gustan las críticas. Cuando alguien analiza nuestros pensamientos o nuestros actos para después hacer comentarios en contra de ellos, solemos sentir desagrado y malestar.
Aunque hablamos de críticas constructivas y destructivas, lo cierto es que pocas veces nos ayudan a construir nada. Unas veces porque, fruto de su propia torpeza, el que la formula lo hace convirtiendo el error o el descuido en un ataque personal y otras porque el que critica no es torpe, sino malvado, y su intención es desahogarse o hacer daño más que ayudar a corregir errores.
La crítica, si realmente pretende ser constructiva, debe cumplir dos requisitos fundamentales: centrarse en las conductas sin atacar la integridad personal y aportar soluciones concretas que realmente orienten dicha conducta hacia la posibilidad de mejorar.
En el mundo de las organizaciones se habla eufemísticamente de feedback o de retroalimentación más que de crítica cuando, muchas veces, tal retroalimentación consiste en decirle al otro lo negado que es y lo mal que hace las cosas , sin detallarle qué parte de su comportamiento es la que debe corregir o cómo se espera que lo haga.
El resultado de este tipo de crítica, que pretende cambios que nunca se van a producir, es un intenso malestar en el que la recibe, una creciente animadversión hacia quien lo hace y una repetición del error porque el que tiene que hacer ajustes no sabe dónde ni cómo hacerlos.
Si queremos que las críticas, la retroalimentación o cualquier otro concepto similar que consista en decirle a otro que se equivoca, sean beneficiosas para el que lo recibe, debemos ser capaces de ponernos en su lugar, de aportar soluciones y orientar su comportamiento, en vez de castigarle y hacer que se sienta culpable. Sólo de esa manera conseguiremos que se produzcan cambios realmente duraderos.