Es habitual que, sobre todo en algunas épocas de la vida, tengamos la sensación de saturación mental. Ese sentirse saturado, supone tener la percepción de no poder más, de que si algún elemento de los que forman parte de la vida cotidiana se mueve de su sitio vamos a caernos psicológica y mentalmente hablando.
La sensación de saturación suele producirse cuando las demandas del medio en el que nos movemos son tales que la capacidad que tenemos para hacerles frente se nos antoja insuficiente, por muchos esfuerzos que hagamos. Esa discordancia percibida entre las demandas y los propios recursos es la que nos estresa.
Al margen de que nuestra autopercepción nos haga considerarnos más o menos capaces de afrontar el día a día, suele suceder que empezamos a tener esa sensación cuando los problemas se acumulan y aunque vayamos resolviéndolos nos imaginamos como el jugador al que si le llega una pelota puede despejarla sin dificultad, si le llegan dos a la vez ya lo tiene más complicado, pero cuando le llegan cuatro o cinco empieza a tener dificultades para darle a todas.
En ese momento, la mera posibilidad de que un problema más, por nimio que sea, entre en juego se nos hace insoportable y, aun cuando consigamos alcanzar y resolver esa nueva pelota, la sensación es la de no poder con una más.
¿Qué hacer cuando eso sucede? Una de esas cosas es priorizar. Seguro que no todos los problemas y dificultades son igualmente importantes. Centrémonos en que aquellos que realmente requieran nuestra atención y descartemos los que hacen que nos estresemos por nuestro empeño en estar en todo o en hacerlo todo bien.
Después de priorizar, deleguemos. ¿Cuántas de esas cosas que nos saturan podría hacerlas otra persona? Seguro que tenemos personas a nuestro alrededor que estarían encantadas de echar una mano. Pensemos si tenemos dificultades en pedir ayuda y si es así, a qué se debe esa dificultad.
Hacerlo todo no nos hace mejores, sólo nos cansa, nos satura y nos estresa más.
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