Imagen generada por Gemini (IA)

Uno de los factores que más influye en nuestro comportamiento es la presión social. Esta presión que ejercen sobre nosotros y que, consciente o inconscientemente, nosotros también ejercemos sobre los demás, condiciona nuestra forma de pensar y de actuar. La educación que recibimos desde niños constituye la primera forma de presión, la que nos marca las pautas de nuestros primeros comportamientos, los relacionados con la comida y sus horarios y, posteriormente, con el control de los esfínteres y los lugares donde podemos realizar nuestras necesidades.

A partir de ahí, dado que vivimos en grupos y compartimos el espacio y las costumbres con otras personas como nosotros, nuestra infancia se convierte en una adquisición de normas de todo tipo que nos ponen en disposición de relacionarnos con nuestros semejantes adaptándonos a formas y maneras de hacer que nos convierten en individuos aptos para la convivencia.

Esto que asumimos como parte de la normalidad de nuestra vida puede llegar a constituir un problema cuando el sistema de normas que nos transmiten empieza a parecernos cuestionable o cuando nuestra naturaleza crítica se rebela contra ellas y se niega a aceptarlas. También el sistema de normas puede convertirse en algo problemático cuando la mera posibilidad de estar saliéndose del carril de lo socialmente aprobado provoca sufrimiento en aquellos que no osan desviarse de la norma por miedo a la reprobación social.

La presión social, las normas de supuesto obligado cumplimiento y la posibilidad de transgredirlas, incluso en el ámbito de lo privado, hacen que muchas personas inseguras, con baja autoestima y poca confianza en  sí mismas vivan pendientes y, lo que es peor, angustiadas ante el qué dirán o qué pensarán los otros, sin atreverse a dar un paso que resulte motivo de censura social.

Son estas personas, las que más sufren por la posibilidad de contravenir los mandatos sociales, las que soportan una mayor carga cuando su malestar depende, precisamente, de aquellas otras que nunca debieron transgredirlas, sobre todo padres y madres que con su comportamiento, han conseguido hacer a sus hijos tremendamente infelices.

A veces es necesario, por salud mental, ignorar esa presión social que establece férrea y machaconamente directrices que convierten la convivencia en un ejercicio insano de miedos, dependencias e infelicidad.

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