Definitivamente, la mayoría de nosotros, no somos conscientes de que hablamos, de manera permanente, con nosotros mismos. Hablamos y nos lanzamos mensajes, que nos repetimos de forma machacona, sin darnos cuenta de que esos mensajes producen un efecto en nosotros, tanto en nuestra forma de percibir el mundo como en la de actuar al respecto.
Con frecuencia, muchos de esos mensajes son muy limitadores. Nos decimos varias veces al día lo negados que somos para realizar determinadas acciones, lo poco o nada que sabemos de diferentes cosas o lo incapaces que creemos ser para esto y lo otro. El caso es que a fuerza de repetirlo terminamos creyéndolo y actuando en base a ese convencimiento.
Ese diálogo suele llevarse a cabo en términos absolutos. Expresiones como soy un desastre, seguro que fallo o voy a meter la pata nos resultarán familiares porque es muy probable que en alguna ocasión también lo hayamos dicho. Decirlo una vez, respecto a algo concreto, no va a producir efectos permanentes en nuestra forma de pensar o en nuestro comportamiento pero si ese diálogo compuesto por mensajes limitadores se repite una y otra vez, ahí sí que estamos sentando las bases de nuestro autoconcepto y de nuestra conducta.
Lo malo es que para hacer correcciones y ajustes en ese diálogo y, por lo tanto, para paliar sus efectos es necesario hacernos conscientes de que existe, lo cual no es habitual. Para la mayoría de las personas con las que trabajamos resulta una sorpresa descubrir la frecuencia con que nos decimos ciertas cosas que, en la mayoría de los casos, con toda probabilidad, no le diríamos a otro.
También es motivo de reflexión ponerse en el lugar de otra persona que estuviera recibiendo esos mensajes habitualmente: tu no vales, eres incapaz, todo el mundo es mejor que tú, nunca vas a conseguir lo que quieres…Y es que lo que vemos con tanta claridad cuando nos ponemos en la situación de ser el otro quien recibiera tales afirmaciones y la facilidad con la que podemos imaginar los efectos que tales mensajes podrían producir, nos resulta difícil cuando se trata de nosotros mismos, de nuestro diálogo interior.
El efecto del diálogo interior limitador y, por lo general, poco realista, puede ser devastador porque conlleva una merma en la autoconfianza, inseguridad en las propias capacidades y un deterioro de la autoestima que produce un gran sufrimiento. Debemos escuchar atentamente lo que cada día nos decimos, al menos para constatar si realmente hay alguna parte de verdad en ello y, si es así, para poder corregirla y si no lo es para cambiar ese discurso demoledor que nos hunde y nos condiciona la vida.
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