A veces, nos encontramos con situaciones en las que estando con una persona a la que conocemos notamos que algo le pasa. Puede que su expresión nos esté indicando algún cambio en su estado de ánimo, que su comportamiento no sea el habitual o que frente a nuestro esfuerzo por entablar una conversación lo que recibamos sea una respuesta airada o fuera de tono.
Es habitual que manifestemos nuestra frustración respecto a la falta de respuesta de una persona, sobre todo cuando nuestra relación con ella es importante para nosotros, ya sea por razones personales, familiares o laborales. Lo cierto es que ante tal situación lo que hacemos habitualmente es quejarnos amargamente de que a pesar de haberlo intentado muchas veces no conseguimos que el otro nos cuente lo que le pasa o nos diga lo que nos interesa saber.
Lo que no es habitual es que nos paremos a reflexionar lo que significa ese “muchas veces”, ni de qué manera hemos intentando abordar la cuestión o si somos nosotros los que hacemos mal la pregunta y es por eso por lo que no recibimos respuesta. Si muchas veces hemos hecho algo, siempre de la misma manera, parece obvio que si no funcionó la primera ni la segunda es muy probable que tampoco funcione la tercera y mucho menos si la insistencia se convierte en un malestar añadido para aquél al que supuestamente le pasa algo.
Repetir lo que no funciona no hace que funcione. Es lo que sucede cuando reiteradamente le preguntamos a alguien: ¿Qué te pasa?, porque lo que recibiremos habitualmente como respuesta es un “nada”, o preguntar: ¿Por qué lo hiciste?, porque la respuesta habitual será un “no sé” o un “porqué sí”. Una manera de buscar alternativas es ponerse en el lugar del otro y pensar cómo respondemos nosotros cuando nos hacen ese tipo de preguntas y cómo nos sentimos cuando alguien nos interroga de esa manera.
Cuando preguntamos de esa forma generamos incomodidad en el otro que siente que se le exige una explicación y se le pide que justifique su estado o su mal gesto, se siente agredido ante tal exigencia y como consecuencia se pone a la defensiva y se cierra. Repetir una y otra vez la misma pregunta siempre llevará la misma respuesta.
Si realmente queremos saber qué es lo que le pasa al otro debemos ponerle fácil que hable y que se exprese, sin exigir, sin pedir explicaciones que, muchas veces, buscan satisfacer nuestra necesidad de saber o de eliminar el malestar que nos genera no saber qué hacer ante alguien que tiene dificultades o que lo está pasando mal. Las expresiones que invitan a hablar como “te noto preocupado”, “¿qué tal van las cosas con tu madre?” en vez del duro “¿qué te pasa?”, o “veo que hiciste tal cosa de tal manera” en lugar de “¿por qué lo hiciste?”, suelen recibirse de una forma en la que la manifestación de interés por parte del que pregunta prevalece sobre la ansiedad que le genera una situación que no sabe manejar.
Cuando algo no funciona o cuando no conseguimos los resultados esperados de una acción tendemos a responsabilizar a los demás de ese fallo. Se lo he dicho mil veces, no hago más que repetirlo y ya me aburro de preguntar, no suelen ser señales de la falta de receptividad de la otra parte sino de un planteamiento equivocado de la cuestión, de una mala elección de las palabras o de preguntas difíciles de contestar.
¿Quién puede cambiar eso? Nosotros.